XX Domingo del Tiempo Ordinario

XX Domingo del Tiempo Ordinario

Seg., 08 Ago. 22 Lectio Divina - Ano C

El evangelio de este XX Domingo, recoge varias enseñanzas de Jesús. En primer lugar, Jesús proclama que la misión para la que ha venido es: “prender el fuego en la tierra”. Se trata del fuego del Espíritu que instaura su Reino de amor, paz y justicia. Al mismo tiempo señala que este fuego solo arderá plenamente cuando haya sido “bautizado”, sumergido, en el misterio de su muerte y resurrección. Aceptar esta realidad de sufrimiento provoca en él, y en el cristiano que le sigue, angustia y turbación, pero, como indica el pasaje del libro a los Hebreos, eso no impide caminar con firmeza hacia esa meta de vida y gloria soportando así la cruz y la ignominia. Este testimonio del Maestro ha de servir de ejemplo y fortaleza para todo discípulo que marcha tras sus huellas, renunciando al pecado y a todo lo que paraliza en el camino, teniendo los ojos fijos en el que ha vencido a la muerte.
La imagen del fuego que purifica al oro en el crisol aparece en varios textos bíblicos haciendo referencia al proceso de purificación que libera al metal precioso de la escoria, o sea de lo que no corresponde a su esencia. Jesús emplea este símbolo para indicar que su misión es liberar a todos los que quieran acoger su mensaje mediante una purificación de la escoria del pecado, o sea de todas las formas del egoísmo que le impiden al ser humano vivir en el amor de acuerdo con el plan creador de Dios y ser verdaderamente feliz.
Jesús ha venido a la tierra para realizar ese proceso de liberación, uno de cuyos símbolos es precisamente el fuego, que además de purificar es también energía que hace posible la luz y el calor para que se desarrolle y se renueve la vida. La liturgia expresa una petición muy significativa en este sentido: “Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor”.
Al mismo tiempo Jesús sorprende al decir que no ha venido a traer paz a la tierra sino división. Al iniciar su libro, el mismo evangelista ya muestra en la noche del anuncio a los pastores que Dios ha venido a traer la paz con el nacimiento de su Hijo (Lc 2,14). Así que las palabras de Jesús no expresan como tal la finalidad de su misión, sino que hacen patente las consecuencias que provoca el seguirle. El evangelista se hace eco de una realidad manifiesta, los que daban el salto a la fe cristiana desde el mundo pagano o judío tenían que enfrentarse al rechazo de los miembros de la propia familia que no creían en Jesús. Este desprecio y sufrimiento no han de impedir mantener la fe y la misión, como así hizo el profeta Jeremías, que pese a todas las insidias sufridas recibió el auxilio y continuó su firme testimonio. Cuando parece que nos hundimos en el lodo y tocamos fondo, Dios es nuestra roca y salvación, nos socorre y nos saca de la charca fangosa (Sal 39). Ya lo ha hecho de una vez para siempre con la entrega de su Hijo en la cruz para levantarnos del pecado y de la muerte. Experimentando esta gracia quedamos siempre sobrecogidos y alzamos un canto nuevo al Dios que hace obras grandes por el fuego de su Espíritu.
Los profetas del Antiguo Testamento, como por ejemplo Jeremías, de cuyo libro está tomada la primera lectura de este domingo (38, 4-6. 8-10), solían generar en torno a ellos reacciones encontradas, divisiones y contradicciones. En este sentido, ellos fueron prefiguraciones de lo que iba ser el Mesías prometido en el cumplimiento de su misión profética. En el mismo Evangelio según san Lucas, del cual está tomado el texto correspondiente a este domingo, se cuenta que, cuando el niño Jesús fue presentado en el Templo de Jerusalén, un anciano llamado Simeón le dijo a María, su madre: “Mira, éste ha sido puesto para la ruina y la resurrección de muchos en Israel, para ser signo de contradicción” (Lucas 2, 34).
Esto significa que unos acogerían su mensaje y otros lo rechazarían, produciéndose así una división que, como lo dice el propio Jesús, se daría incluso en el seno de las familias. En efecto, ya desde los inicios de la Iglesia fundada por Jesucristo, sus enseñanzas suscitaron enfrentamientos en un ambiente de persecución a la que se vieron sometidos los primeros cristianos, tanto por las autoridades religiosas  del judaísmo de aquel tiempo como por las autoridades políticas del imperio romano, de modo que en no pocas familias hubo una división entre quienes se convirtieron a la fe cristiana y quienes permanecieron en el judaísmo o en el paganismo.
Pero el tema de la división no sólo corresponde a estos hechos iniciales, sino también al enfrentamiento, a menudo lleno de odio y de violencia, que a lo largo de la historia del cristianismo se ha venido dando entre las distintas interpretaciones y modalidades de expresión del mensaje de Cristo, tanto en el ámbito de las distintas confesiones cristianas, como también incluso dentro del propia Iglesia católica. Ante esta situación, la tarea que nos corresponde a todos es procurar vivir el mandamiento del amor mediante la aceptación constructiva de la diversidad y la pluralidad. Y en lugar de pelearnos quienes somos hijos de un mismo Creador, orientar más bien nuestras energías en la pelea contra el pecado, como nos invita a hacerlo la segunda lectura (Hebreos 12, 1-4). Que así sea, por la gracia de Dios y la intercesión de María.